Una vida con una voluntad débil, envuelta en dudas, o secuestrada por los sentimientos, no puede brillar sin un esfuerzo por liberarse, por romper cadenas.
Según explica la filosofía, cada ser humano puede sentir, puede pensar, puede decidir, puede amar. Tiene sentimientos, inteligencia y voluntad.
Tiene voluntad... y a veces no la usa. O la deja congelada, o permite que se encuentre secuestrada. Como le ocurrió al rey Théoden, uno de los personajes de la obra de Tolkien, “El señor de los anillos”.
Théoden vive en su palacio. Tiene el poder. Es el rey: puede mandar, goza del afecto de su gente. Pero un mago consejero, “Lengua de serpiente”, lo tiene encantado. Le ha guardado la espada, le ofrece consejos que lo dejan indeciso, confuso, sin capacidad de reacción. Théoden envejece poco a poco en su tristeza, se hunde encerrado en su trono, mientras la gente espera, anhela, sueña ver otra vez al rey, escuchar su voz, recibir sus órdenes.
Muchas vidas dejan que su voluntad quede secuestrada. A veces por la eterna enfermedad de la duda. Cada paso es pensado, medido, en sus mil posibilidades, en los riesgos que se esconden detrás de cada esquina. Después de dar vueltas y revueltas a lo que hay que decidir, la decisión no llega: la duda ha paralizado una vida, la voluntad se siente prisionera, inmóvil, incapaz de tomar una resolución, de caminar hacia una meta.
Dicen que un prisionero de la duda no será nunca un Hitler. Quizá sea verdad. Pero también es verdad que nunca será una Madre Teresa de Calcuta, un Francisco de Asís o un voluntario entre pobres, enfermos y heridos. La duda necesita ser superada con una buena dosis de optimismo, con consejeros sabios (como el Gandalf de Tolkien), con una oración que pida ayuda y luz al Dios del cielo.
Otras voluntades están dispuestas a la lucha. Han visto claro lo que es justo, quieren tomar una opción en favor de una causa (esperamos que sea una buena causa). Sin embargo, los sentimientos, los miedos, el respeto humano, ponen una frontera infranqueable, paralizan ojos, lengua y manos.
¿Qué ha ocurrido? Simplemente, que esa voluntad ha permitido que mil telarañas la aprisionen y la asfixien. Son vidas de esposos que se sientan en su sofá, ante la televisión, muchas horas al día, mientras la mano se mueve entre la botella y el telecomando. Son vidas de padres que tienen miedo a dar un consejo al hijo que empieza a desviarse del buen camino. Son vidas de hijos que se pierden en el anonimato de la pandilla, incapaces de decir “no” a las primeras pruebas de un porro emocionante, aunque saben lo peligrosa que es la droga. Son vidas de jóvenes que saben lo importante que es el estudio para lograr un buen puesto en el mundo del trabajo, pero les puede más la computadora o el juego electrónico de moda en el mercado.
Una vida con una voluntad débil, envuelta en dudas, o secuestrada por los sentimientos, no puede brillar sin un esfuerzo por liberarse, por romper cadenas. La voluntad no ha muerto: sobrevive mientras haya un mínimo de salud mental, de conciencia. Estará llena de polvo, estará dormida, estará casi por estrenar, pero está allí, medio escondida. A veces basta un accidente, un imprevisto, una enfermedad, un reproche que nos sacuda, para que esa voluntad, como león dormido, despierte.
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